Transmitirse para crecer
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Noches de jardín

Transmitirse para crecer

Ensayo de reflexión libre.

Eduardo Esteban Gracia (texto e imágenes) | 28 ago 2019


    "Beber solo-beber juntos"... se dice que para olvidar penas y sumergirse en otros rincones que nos hagan valorar nuevas panorámicas para nuestra mente. También iría en consonancia a reforzar algún vínculo colectivo e incluso de autoestima. Todos estos casos podrían servir para abrirse y derribar prejuicios adquiridos que nos impidiesen desarrollar nuestra personalidad utilizando como herramienta la desinhibición (y el alcohol, claro), obligándonos a mostrarnos exhibiéndonos y arriesgándonos. Este proceso vemos que disolvería o volvería frágil nuestra identidad porque nos anima a abrirnos a los demás, nos libera (o libra parcialmente) de la intimidad impuesta-autoimpuesta y nos deja a la intemperie de un intercambio de comunicación ampliado-amplificado al máximo (y excitándolo). Además, se podría interpretar también como la transformación de una identidad tradicional en otra diferente (y dentro del mismo envase corpóreo).

         Esto hace posible que la vida colectiva con la celebración y la desmesura esté determinada en fiestas-encuentros familiares, laborales o íntimas (con el alcohol como un protagonista) por tres factores:  1. La necesidad de apertura a los demás 2. El síntoma de una sociedad de excesos 3. Ser "pegamento" para un número de individuos aislados-atomizados cada vez más amplio.

         En estas celebraciones se utilizan diversas sustancias, técnicas (médicas en relaciones humanas, corporales como en la danza) y artefactos-vestuarios (como máscaras, disfraces diversos). Estas exaltaciones serían también como una apoteosis de la representación en que se "genera" otro cuerpo. Estas manifestaciones disuelven festivamente una identidad tradicional triunfando el caos, la anarquía, con los participantes fuera de sí, succionados por el torbellino festivo (mediante música, ritmo, alcohol, rituales) en el que se transforman y hablan por boca de otros.

         Entrando en lo esencial, esto suscita la valoración de que (tanto el alcohol y las celebraciones comentadas, el ballet, la máscara carnavalesca, en las interpretaciones teatrales-cinéfilas representando a otros personajes adorados-idolatrados, el amor de pareja, incluso de amistad) en todas estas manifestaciones, el ser humano quiere desintegrarse para buscarse y/o reagruparse en otros cuerpos, identidades, hablar por  bocas de otros cuerpos y almas, oxigenarse (como en los viajes abriéndose-transportándose y disolviéndose-haciéndose pertenecer a nuevos lugares) ampliando-amplificando sus horizontes sobre otros individuos para hacerse más “rico” de espíritu, en fin, para actuar como si uno realmente se hubiese “transmitido” o penetrado en otro cuerpo o en otro carácter. No es baladí en los personajes teatrales o de cine cuando se utiliza la expresión “se pone en la piel de...”. Qué mayor acto de “inocular” (sustancias positivas con sus dosis de amor, sensación de placer y felicidad interior) en un nuevo ser que en un futuro hijo que se tenga y represente al progenitor en la futura generación. Incluso podría pensarse que sucede lo mismo a pequeña escala cuando te comunicas por email, o cualquier variante de comunicación en que se pretenda crear algún tipo de influencia o de minúscula “inoculación” sobre esa persona.  ¿Cuál sería, por tanto, la mayor función social de aprendizaje del humano? El ingresar en naturalezas (humanas y no humanas como ocurre con la contemplación-integración en la natura). Eso sí, a cambio, a la vez, de la simultánea suspensión temporal del propio individuo.

     Podríamos inferir que en estos casos sería también para olvidarse de uno mismo y para recordarlo todo (desde el principio al final de ese proceso cíclico de "incubación mental") en otros lugares (animados o no). Así, en este sentido, sería llamativo, por ejemplo, describir el amor como la emoción más supremamente “Aleph-infinita” que cruza por nuestras conciencias... Siguiendo esta lógica, podría entenderse como un tipo terrenal más de transmisión-transportación a/sobre otra persona.

          Por tanto, no cabría la creencia en el carácter fijo-estático del individuo, todos (conscientes o no) tendemos a dinamizarnos-encarnarnos a otros elementos de la natura (móviles o inmóviles) para alimentar nuestra alma y darnos sentido.

    Observándolo en general, lo expuesto anteriormente enlazaría con teorías intemporales del deseo del humano de unirse a la totalidad de la existencia (todo lo señalado hasta aquí lo sería a pequeña escala), de iluminarnos (y, por qué no, de divinizarnos en algunos casos como en el teatro, máscaras, cine…) por esos rayos luminosos que se canalizarían en voces y músicas celestiales.

         En último extremo, lo que se buscaría es penetrar hacia lo invisible, de escapar hacia algo imposible, ¿de extender un dominio incluso de poder?... ¿Podemos decir que conocer es invadir? ¿Quién diría que invadir es siempre negativo? Vemos pues que inocular sería una fuente de conocimiento científico... y no científico.

         Volviendo a la cuestión, ¿qué origen de índole metafísico, antropológico, químico induce a plasmarse, “inocularse” o proyectarse en otro ser (mediante cópulas, máscaras, representaciones…) y a producir situaciones puntuales placenteras y duraderas de plenitud reforzando la autoestima, el conocimiento-autoconocimiento y logrando la felicidad?

         Toda esta exposición podría pensarse en el contexto del carácter social del individuo que incita a comunicarse en sus distintas expresiones, pero… ¿no podemos pensar también en que el humano se encuentra “aprisionado” en un cuerpo, no siendo “libre” así, y quiere disfrutar y dar afecto y entusiasmo, y lo conseguimos saliéndonos, expandiéndonos? ¿Cómo algo instintivo? Aportamos lo esencial de nuestro ser al exterior para amar, representar, conocer, crecer (en todas direcciones), aportar, aprender…

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