I
Marisa —doctora experimentada—, compañera de viaje aquella semana de vacaciones, explicaba la suerte que tenemos de contar con un sistema sanitario avanzado y los fármacos adecuados. En la mesa del desayuno, momento habitual de la toma de la primera dosis, alababa las «ricas» píldoras que curan y alivian los males.
Enseguida me acordé de Francisco, quien, años atrás, se quejaba de sus dolores y de la cantidad de pastillas que debía ingerir. Era un hombretón de rostro curtido, hercúleo, voz potente y campechano; pesaría ciento y muchos kilos más, eso sí, proporcionados, cabeza y abdomen en consonancia con su formidable cuerpazo.
—Francisco, ¿sigues algún régimen?
—¡Qué va, mocé! Si tú supieras…, casi no como; a mí, mocé, lo que me engordan son las medicinas.
Una mañana lo acompañé a desayunar al bar, al llegar a la barra, la jefa le preguntó si lo de costumbre, Francisco asintió. Un minuto después le servía un enorme trozo de tortilla de patata, gruesa como un muro, un tazón de café con leche y dos madalenas.
Me miró afligido: —Ya ves, mocé, hora de pastillas.
—Y con algo hay que pasarlas.
II
En el terreno de la política, por lo visto, carece de valor que las palabras se sostengan o no. Lo normal es que se las lleve el viento, y queden en eso, en palabras. Y no digamos si se trata de justificar decisiones o de fijar las reglas del juego. Una gloriosa frase de Groucho Marx se ajusta bastante a las veleidades de los discursos: «Estos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros».
Acreditadas figuras en distintas áreas del saber vienen opinando que los políticos son un reflejo de la sociedad que representan. Más que verosímil; de ahí provienen, no son alienígenas extraterrestres. En todo caso, añadiría que han sido víctimas de alguna clase de mutación o metamorfosis, han evolucionado y se han convertido en una nueva especie. El ser humano común, en general, es sencillo, entusiasta, sufrido, festivo.
III
Ayer mismo, un tocayo de pocos más años que yo me despidió así: «Hala, zagal, hasta mañana».
La cuestión de la edad tiene miga. Hay niños que sueñan con un mundo habitado solo por ellos; por otro lado, muchos adolescentes demandan la misma autonomía que los mayores; en cambio, no pocas damas y caballeros maduros manifiestan su desagrado a sumar años —feo asunto, el de no cumplir—.
Por lo que a mí respecta, a fuerza de escucharlo, no me queda otra que sentirme joven: cuando era veinteañero, los cuarentones me decían que era un chaval; dos décadas más tarde lo repetían los sesentones; y, veinte años después, los octogenarios insisten en lo mismo.
IV
Los amigos sabíamos que su pasión por el baile respondía al plan de acción de búsqueda de pareja, esto es, que se moría de ganas de echarse novia —«no como otros», que hubiera apuntado más de una madre de los allí presentes—. Y así, mientras tomábamos unas cervezas y charlábamos, él permanecía callado y ceñudo, reprimía el impulso que lo empujaba hacia la discoteca.
No tardó mucho en soltar lastre para espolearnos. Entonces escuchó la primera objeción: «Tranquilo, que es la hora de abrir y aún estará vacía». Se impacientó y porfió. Y obtuvo la segunda: «¡Espera un poco, hombre, qué prisa tienes!». Furioso, propinó un puñetazo contenido en el estómago al que le había replicado —suele pagarlo el de más confianza—. Se marchó para siempre sin decir adiós.
V
Muy de vez en cuando, sin saber cómo ni por qué, te sientes afortunado o bendecido, festejas que se te haya aparecido la Virgen o que los astros se hayan alineado para favorecerte.
Por el contrario, si las energías cósmicas no estuvieran de tu lado y el resultado no fuese el esperado, no deberías malhumorarte o lamentarte en exceso. El mundo no gira en torno a ti, las cosas ocurren por innumerables razones.
VI
Lo curioso es que rara vez son puntuales; tantas prisas y tanto correr para llegar tarde.
¿Apuran la hora de salida porque son impacientes y no soportan las esperas? ¿Y qué los induce a alegar urgencias para largarse?
Teorías habrá, que servirían para disculpar, censurar o aclarar los motivos de agobios y huidas; pero no vamos a extendernos ni a divagar: el remedio para no llegar tarde es “salir antes”.
VII
—Bueno, Luis, felices vacaciones.
—Muchas gracias. Este año me quedo en casa.
—Bien tranquilo estarás, más vale solo que mal acompañado.
—¡Hombre! Y bien acompañado mejor que solo.
—Claro, como yo: mi pareja, sus dos niños, uno mío y el perro.
—No hay como la familia. ¿Y qué vais a hacer?
— Nos vamos un par de semanas a Salou. Hemos alquilado un piso.
—Entretenido vas a estar.
—Eso seguro, quince días, veinticuatro horas.
—¡Suerte, campeón!
Y VIII
Después de un par de horas pedaleando llegué al refugio donde tenía previsto pasar la noche; no había nadie. Descansé recostado al sol y comí con apetito. La tarde de invierno, apacible y luminosa, parecía de primavera e invitaba a moverse. Dejé aparcadas la bici y la mochila adentro y opté por caminar hacia lo alto de la sierra. Casi arriba, hube de buscar un paso para atravesar los farallones. Y ya en la cumbre, sentado sobre unas rocas, me entretuve unos minutos contemplando la panorámica de los Pirineos nevados.
Continué por la otra vertiente ladera abajo, atajando al derecho en la medida de lo posible; pinos imponentes poblaban una espesura tan pendiente que, a dos por tres, me obligaba a echar mano al suelo para no caer y rodar. Tras un prolongado descenso, aparecí en un bosquecillo de hayas, ennegrecido por la profundidad de la hondonada, la orientación norte y la hora del ocaso. Allí, un arroyo de escaso caudal fluía hacia una zona enfangada, de olor intenso, pateada y revuelta por los baños de los jabalíes.
Me había descuidado y se había hecho demasiado tarde. Los escarpes, la inminente falta de luz y la ausencia de sendero o señal que seguir me llevaron a emprender la subida de regreso en zigzag. La noche no se presentaba demasiado fría, la paciencia no me falta y una bolsa con bocadillo, agua, navaja y mechero pendía de mi espalda. Mientras ascendía, casi a oscuras, creí vislumbrar una leve claridad sobre un terraplén; gateé y, en la penumbra, celebré divisar una caseta de piedra en medio de una reducida plana despejada de árboles.
Le di una vuelta completa, me acerqué a la puerta, giré la llave-pestillo y empujé: «¡Uf, menos mal!». Encendí el mechero y revisé la estancia: mesa, sillas, chimenea, banco de madera con respaldo, leña apilada y periódicos. «¡Qué suerte!». Adopté la postura práctica de iluminar y caldear el ambiente: papel, leña menuda y gruesa, y a encender el hogar. Supuse que la utilizarían cazadores o forestales —pastores, no, ya que no había observado estiércol alrededor—. Examiné de cerca una foto en blanco y negro que colgaba de la pared: una sonriente pareja encaramada a la ventanilla de un vagón de tren. «Muchas gracias», les dije.
«A fin de cuentas, como el plan era pernoctar en el monte, me sentaré en el banco y amenizaré la tarde-noche junto al fuego; entretanto, cenaré y dormiré lo que pueda. Mañana será otro día».
FIN
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