París tuvo a Balzac, Londres a Dickens, Praga a Kafka y Dublín tiene a James Joyce. El autor dublinés solía decir: «siempre escribo sobre Dublín, porque si puedo llegar al corazón de Dublín, puedo llegar al corazón de todas las ciudades del mundo. En lo particular está contenido lo universal».
En efecto, a lo largo de su novela Ulises James Joyce, pese a haberse exiliado tempranamente y haber vivido poco en su ciudad natal, presenta una detallada y vívida descripción de Dublín, recreando calles, edificios, lugares históricos y gente común que se convierten en personajes vivos que interactúan con los protagonistas de la historia. Los personajes de Ulises recorren distintos barrios y lugares emblemáticos de la ciudad, como la torre de Martello en Sandycove, el río Liffey, el puente de O'Connell, el cementerio de Glasnevin y el barrio de Monto, conocido por su actividad de prostitución en la época. Es tal el detallismo con el que Joyce retrató esta ciudad, que el propio autor dijo en una carta a un amigo:
“En Ulises hay una imagen tan completa de Dublín que, si algún día repentinamente desapareciera la ciudad, podría reconstruirse a partir del libro».
El hecho de situar la acción en un solo día y en una ciudad concreta, le permitió a Joyce explorar temas universales como el paso del tiempo, la identidad, la sexualidad, la religión y la política a través de la lente de la vida cotidiana y los acontecimientos ordinarios. La novela es sin duda un homenaje a la ciudad, en ella late el espíritu de un pueblo y de una época, pero esa relación con su ciudad no siempre fue idílica, la novela generó polémica y muchos de sus compatriotas se molestaron por las críticas vertidas en el libro a la sociedad irlandesa de la época.
Ese legado literario que Joyce dejó a su ciudad natal sigue particularmente vigente desde 1954 cada 16 de junio gracias al denominado “Bloomsday” (juego de palabras con Doomsday, día del juicio final), el festival literario más veterano del mundo en homenaje a Leopold Bloom, el protagonista de Ulises, un judío irlandés (alter ego caricaturizado del héroe clásico) que durante ese único día hace un recorrido por el Dublín de los años juveniles de Joyce. ¿Y por qué Joyce eligió esa fecha en concreto? Parece ser que fue precisamente un 16 de junio de 1904 cuando el autor tuvo su primer encuentro con Nora Barnacle, una camarera de hotel con la que contrajo matrimonio años más tarde y que se convertiría en su compañera inseparable y madre de sus hijos. Por ello, cada 16 de junio, miles de entusiastas de la célebre novela, ataviados con trajes de época, siguen desde las 8 de la mañana el ritual que el protagonista vive página tras página: baño en la playa de Forty Foot, visita a la torre Martello (donde da comienzo la obra), almuerzo basado en sándwich de Gorgonzola y borgoña en el pub Davy Byrne, una pinta en Ormond Quay… así hasta la madrugada del día siguiente. De esta forma, año tras año, el 16 de junio Dublín se transforma en un escenario vivo de celebración, con lecturas públicas, representaciones teatrales y eventos relacionados con la obra de Joyce, un auténtico homenaje popular y multitudinario a una de las obras más geniales del siglo XX pero también una de las más complejas y enigmáticas, según advirtió el propio autor al escribirla:
“El trabajo, que me impongo técnicamente, de escribir un libro con dieciocho puntos de vista distintos y otros tantos estilos, todos ellos al parecer desconocidos o no descubiertos por mis colegas de profesión, más la naturaleza del argumento, bastarían para alterar el equilibrio mental de cualquiera.»
La magia literaria de Dublín es innegable. No solo el itinerario del Bloomsday, las placas de bronce que marcan por el suelo pasajes del Ulises, la estatua del escritor, el centro Jame Joyce y la que se denomina actualmente James Joyce´s house en el 15 de Usher's Island (inmortalizada en su cuento “Los muertos” de la colección de relatos cortos Dublineses), también las calles empedradas, los imponentes edificios georgianos con sus llamativas puertas de colores y la atmósfera melancólica y vibrante, conforman un escenario perfecto para la creación literaria.
La ciudad de Dublín ha sido musa no solo de Joyce, sino también de otros muchos escritores irlandeses como Samuel Beckett, George Bernard Shaw, Brendan Behan, W. B. Yeats o entre otros el mismísimo Oscar Wilde, que aunque nos dejó físicamente en 1900, delante de su casa, entre frondosos árboles que rodean una de las esquinas del Parque Merrion Square, asoma su sonrisa burlona y legendaria elegancia, en una estatua que lo representa envuelto en un colorido batín y reposando plácidamente sobre una roca mientras fuma de su pipa y contempla la casa donde vivió hasta los 23 años . Es fácil imaginar que, en esos espacios verdes, que contrastan con la vibrante energía de la ciudad, Oscar Wilde encontró el oasis de paz y tranquilidad para reflexionar y dar vida a sus personajes, logrando un equilibrio perfecto para la introspección y la creatividad.
Cerca de allí se encuentra Trinity College, la universidad más antigua de Irlanda, fundada por la reina Isabel I en el siglo XVI y por cuyas aulas pasaron algunos de los ilustres escritores antes mencionados. Sin duda, su atracción principal es la famosa biblioteca Long room, una joya literaria con estanterías de libros antiguos (gran parte de ellos ahora en restauración) y donde se guarda el conocido Libro de Kells, un antiguo manuscrito del siglo IX ilustrado a mano por los monjes del monasterio del mismo nombre y considerado una obra maestra del arte medieval.
Así pues, Dublín en particular e Irlanda en general se abren a la literatura, al mito y a la leyenda. Generación tras generación, los irlandeses han crecido contemplando sus verdes montañas, acariciados por la bruma de un mar bravío y escuchando leyendas y cantos populares como el de la famosa Molly Malone, toda una leyenda urbana que se ha convertido en el himno no oficial de Dublín y que cuenta la historia de una hermosa pescadera que de día vendía berberechos y mejillones por las calles de Dublín y por la noche se convertía en prostituta. Los dublineses han querido rendirle su particular homenaje dedicándole una estatua en la calle Suffolk (en el pasado estuvo al comienzo de la calle Grafton) luciendo un generoso escote y empujando el carro donde –según la canción- vendía el marisco.
Además de sus leyendas y mitos, otro de los tesoros nacionales de Dublín y por extensión de toda Irlanda, es sin duda la música. Los irlandeses se sienten orgullosos de haber logrado llevar las tradiciones musicales celtas a través de los siglos, preservándolas cuidadosamente hasta el día de hoy. Si el mundo es un teatro (como diría Calderón de la Barca), Irlanda es sin duda el escenario donde la música y la palabra son protagonistas. Uno de esos escenarios es el famoso Temple bar pub, que conserva su aspecto clásico de cuando fue abierto en 1840 y se encuentra situado en la calle y barrio del mismo nombre, un mítico lugar donde se concentra la vida nocturna de Dublín y donde locales y turistas se mezclan para disfrutar de la música tradicional irlandesa mientras degustan alguna de las múltiples variedades de cerveza artesanal local. Precisamente, los amantes de este popular refresco encontrarán su paraíso al visitar la famosa fábrica de cerveza Guiness, donde aprenderán sobre su historia y su elaboración en un local convertido en museo interactivo y podrán degustarla plácidamente desde la azotea acristalada con espléndidas vistas panorámicas de la ciudad.
Este recorrido por la parte sur de la ciudad destila elegancia y sofisticación con amplias avenidas arboladas y calles ordenadas, casas señoriales y mansiones victorianas que evocan una sensación de clase y distinción. El ambiente es tranquilo y relajado, con parques y jardines bien cuidados, como el Saint Stephen´s Green, que invitan a pasear y disfrutar del entorno y con cafés, pubs y restaurantes de cocina elaborada y atención al detalle que anticipan una experiencia culinaria exquisita.
En contraste, la zona norte de Dublín, separada del sur por el río Liffey y comunicada a través del puente O´Connel, es una zona viva y bulliciosa, llena de actividad en sus tiendas, bares y restaurantes. El ambiente es vibrante y enérgico, con calles estrechas y empedradas que dan lugar a un laberinto de callejones llenos de animación. Su arquitectura varía desde edificios históricos y elegantes hasta modernas estructuras de vidrio y acero. En esta zona se erige O’Connell Street, la arteria principal del centro de Dublín, que comienza en el mencionado puente de O’Connell (citado en el Ulises) y que tiene edificios tan representativos como la Oficina Central de Correos (GPO), el último de los grandes edificios públicos de estilo georgiano que se construyó en la capital y sede de los líderes de la sublevación independentista durante la Pascua de 1916 (todavía se pueden ver las marcas de destrucción y agujeros de bala en los pilares del pórtico jónico). En la actualidad constituye el punto crucial para todo tipo de protestas y recuerdos de la lucha por la independencia irlandesa.
También en esta zona se encuentra el estadio Croke Park donde se pueden presenciar partidos de fútbol gaélico y siguiendo el río llegamos a Phoenix Park, uno de los parques más grandes de Europa, que alberga actualmente la residencia del Primer Ministro y donde se puede disfrutar de la presencia de algunos animales en libertad, que hacen las delicias de los paseantes.
Norte y sur, sur y norte, a pesar de su diferente ambiente y personalidad, ambas partes de la ciudad tienen en común un fuerte vínculo con la literatura y la cultura, tanto como escenario de famosas obras literarias como por haber sido el hogar de numerosos escritores y poetas mundialmente reconocidos.
Otros puntos emblemáticos de Dublín a los que todo visitante no puede renunciar son: St Patrick´s cathedral, la catedral nacional de la Iglesia de Irlanda y el lugar donde San Patricio, el patrón de Irlanda, bautizó a los primeros conversos al cristianismo en la isla y Dublín Castle, sede del gobierno británico hasta 1922. Su construcción data del siglo XII y es uno de los monumentos emblemáticos del país. Comenzó siendo un sitio de asentamiento de poblaciones vikingas, luego fue una fortaleza militar y más tarde, el lugar de residencia de la realeza de Irlanda. Actualmente es un encantador recinto donde se realizan recepciones de Estado.
Bajo la luz del atardecer, el verde de sus montañas y el color ocre de sus fachadas miro por última vez a Dublín, antaño pobre y sometida, hoy abierta, moderna y cosmopolita, apasionada de su historia, de sus costumbres y de sus gentes. Desde esa orgullosa conciencia de patria luchadora y ese halo de romanticismo que destila la tragedia de su historia, la ciudad bulle y sus habitantes olvidan sus preocupaciones sumergiéndolas en la espuma cremosa de una Guiness, cuyo sabor a café tostado se fusiona con las risas de los bulliciosos pubs, animando los corazones a bailar al son de la música celta. Es sin duda aquí donde nace el alma irlandesa, en la música que se entrelaza con las historias de hadas y duendes, en las letras de las canciones que cuentan amores perdidos y batallas ganadas.
Como diría Joyce, me despido de Dublín “llevándola escrita en mi corazón”, brindando con su cerveza negra, celebrando su genuina amabilidad, su animada vida y dejándome en la boca el sabor alegre y placentero de una ciudad encantadora que combina historia, cultura, vida nocturna y hospitalidad a raudales, donde la lluvia y la melancolía se entrelazan con la vitalidad y la imaginación, creando un ambiente propicio para la magia literaria.